sábado, 8 de diciembre de 2012

La fantástica historia del niño que no quería volar

LA FANTÁSTICA HISTORIA DEL NIÑO QUE NO QUERÍA VOLAR


Charlie era un niño normal. Le gustaba correr con sus amiguitos, jugar al fútbol y mancharse de barro en los charcos en los días lluviosos. Odiaba que su mamá le obligase a comer las verduras para cenar y las matemáticas, como todo niño normal debe hacer.

Por las noches, al acostarse, el padre de Charlie escogía un libro de la estantería y se lo leía hasta que quedaba dormido. Y todas las noches soñaba con las historias que les protagonizaban los valerosos caballeros para salvar a sus bellas damas. 

Pero había un cuento que nunca se leía. Era uno pequeñito que sus papás guardaban en un rincón. Sus tapas no eran duras, como las de los libros que tanto le gustaban. Ni contenían dibujos que le ayudasen a entender lo que la historia contaba. Por no tener, no tenía casi ni páginas.

Una vez le había pedido a su papá que se lo leyese. Era una historia cortita sobre un niño que podía volar. Pero, al contrario que con el resto de libros, Charlie esa noche no soñó con sus aventuras. Era él el que volaba por los cielos y se revolcaba entre las nubes. Podía hacer lo que quisiera. Incluso podía ir a la tienda de gominolas a la que su madre le había prohibido ir por la gran cantidad de azúcar que contenían sus caramelos.

Y en el mejor momento, cuando todo era perfecto tal y como estaba, Charlie dejó de flotar y empezó a caer con gran velocidad hacia el suelo. 

Se despertó y empezó a gritar del miedo que el sueño le había producido, lo que hizo despertar a sus papás y supuso el destierro del libro a ese oscuro lugar.

Desde ese día, Charlie no pudo volver a ver Peter Pan, el que había sido su héroe desde que vió su película. 

Así que cuando su mamá le dijo que iban a ir a visitar a su abuela, se le puso la cara blanca. Sabía que su papá había venido de un país muy, muy lejano para trabajar y que fue entonces cuando se enamoró de su mamá. Y también sabía que la única manera de viajar hasta ese lugar era en un avión.

Charlie intentó que su abuela fuese a visitarles a ellos, pero su mamá le contó que se iban de viaje porque la abuelita ya no se encontraba muy bien y no podía ir a verles a ellos.

Así que el día del viaje, Charlie dejó que su mamá le abrochase el abriguito y le pusiese la bufanda sin ninguna queja. Tenía que enseñarle a la abuelita que él ya era un chico grande y no tenía miedo. 

Cuando llegaron al aeropuerto, sacó de su mochilita a su conejito de peluche y le abrazó con todas sus fuerzas. 

Al despegar, una lagrimita se le escapó y empezó a recorrer su mejilla. Por ello cerró los ojos y, sin quererlo, se quedó dormido.

Volvía ha encontrarse en sobre su ciudad. Podía ver desde el río hasta el bosque que la rodeaba. Y, por sorpresa, una sombra se le acercó por su derecha. Era una sombra extraña, porque no traía ningún cuerpo pegado a sus pies. Aunque, lo que la distinguía por encima de cualquier otra, era su sombrerito coronado con una pluma. 

Logró ver lo que parecía una sonrisa en su cara, y tras ello empezó a caer de nuevo. Se asustó durante una pequeña fracción de segundo, hasta que sintió que seguía abrazando a su conejito de peluche. Eso le hizo tranquilizarse, y así empezó a sentir el cosquilleo que le provocaba el aire por la velocidad.

Sin previo aviso, la caída se detuvo. Charlie miró hacia arriba y observó que la sombra con gorrito le sujetaba del abrigo y le decía: "Solo vuela el que creé que puede hacerlo".

Al despertarse sintió que el avión aterrizaba. Se había pasado todo el viaje dormido.

Desde ese día Charlie nunca volvió a sentir que se caía porque siempre que tropezaba el recuerdo de la pequeña sombra le hacía frenar y seguir volando.  

La fantástica historia del halcón y el calcetín


LA FANTÁSTICA HISTORIA DEL HALCÓN Y EL CALCETÍN


    Hace mucho tiempo, en un lugar muy lejano, vivía un halcón. Era un halcón muy peculiar. Su plumaje no brillaba ante los rayos el sol como los de los otros halcones; y su pico era un poco más curvado que los del resto.

    Por ello, el resto de sus compañeros en la academia de vuelo se metían mucho con él. "Mira por donde va el iluminado", o," A ver si puedes cazar ese ratón pico corto".

    Por miedo al rechazo y a los abusos, el pequeño halcón se solía refugiar en una extraña construcción que se alzaba imponente sobre todo el valle. Los pájaros mayores solían contar historias sobre grandes figuras que emitían ruiditos extraños por las noches, pero él nunca se había encontrado nada preocupante.

    Un día, mientras lloriqueaba por su mala suerte, escuchó un chirriante sonido. Los pasos de un gran animal se acercaban hacia su posición, y él empezó a temer que los cuentos fuesen verdad. Cerró los ojos con mucha fuerza y deseó poder desaparecer en ese mismo instante.

    Por ello, un escalofrío le estremeció cuando notó el suave tacto de un calcetín de lana sobre su cabeza. Trató de mirar de refilón, y así observó a un extraño ser que le trataba con dulzura.

    La falta de amor en toda su vida le hicieron prepararse para algo malo, y preparo sus afiladas garras, por lo que pudiese pasar.

    Pero el calcetín protegía de rasguños la pata de aquel ser. Con delicadeza, le transportó hacia una pantalla transparente que se situaba en lo alto de una pared. Con un suave golpecito la abrió y soltó al halcón diciendo:




    "Oh, poderosa ave, reina de los cielos. Alza el vuelo y disfruta de la libertad con la que la naturaleza te obsequió."

    Y así el halcón aprendió una valiosa lección: siempre habrá alguien al que tus defectos le parezcan grandezas.

    Y así el halcón siguió con su vida, volando con la seguridad que otorga al imperfecto, el asumir sus "grandezas".